De cómo la primera IPA que probé despertó a base de hostias y lúpulo una parte dormida de mi cerebro

La primera vez nunca es fácil. Son muy pocos los que guardan un sublime recuerdo del primer cigarrillo que fumaron, del primer polvo (llamémoslo mejor «conato de») que echaron o de ese primer trago de cerveza que -eran otros tiempos- nos daban nuestros padres a unas edades escandalosamente ilegales. Aquel líquido dorado que bebían encantados los mayores no era ese dulce refresco que estábamos acostumbrados a tomar, sino que resultaba ser desagradablemente amargo. A estas alturas, creo que no es necesario recordar que la sabía Naturaleza nos hace rechazar desde niños los sabores amargos, es una manera de protegernos de la toxicidad de ciertos alimentos, igual que estamos genéticamente programados -rasgo transmitido gracias a la selección natural- para huir del fuego, de los depredadores de cuatro y de dos patas o para detestar el sonido del despertador que nos saca del dulce sueño para ir a trabajar.

Pero el umbral del sabor amargo que nuestro cuerpo admite, igual que los gustos para la música o las fantasías sexuales, se va modificando con los años, va evolucionando. De forma que cada vez admitimos niveles más altos de amargor en comidas y bebidas, abriéndonos a una oferta de sabores que nuestra genética en principio limita. Dicho esto, y tras charlar el otro día en mi local con unos colegas sobre la irrupción en nuestras vidas de las cervezas IPA (ya saben, las India Pale Ale con altas cargas de lúpulo en su receta, lo que las hacen más aromáticas, complejas y, sobre todo, amargas), intentaba yo fijar en la memoria esa primera sensación que experimenté al tomar una IPA, allá por los años 90 cuando estuve cerca de un año viviendo en Nueva York.

Igual que los Pixies a nivel musical -cuyos primeros álbumes que escuché produjeron un efecto catártco sobre mis domesticados oídos-, o la serie Twin Peaks -donde David Lynch marcó un antes y un después en la ficción televisiva con su delirante universo-, la primera IPA que bebí literalmente despertó a base de hostias y lúpulo una parte dormida de mi cerebro. Acostumbrado a tragar litros y litros de clónicas cervezas-refresco americanas de marcas como Budweiser, Coors o Miller, el paso por mi garganta de esa carga de lúpulos que ofrecían las primeras crafts americanas -que recreaban el estilo que creó el inglés George Hodgson con su cervecera Bow Brewery en el siglo XVIII para saciar la sed de sus compatriotas que andaban colonizando las cálidas tierras de la India- supuso para mí el comienzo de un camino sin retorno.

El viaje desde las globalizadas cervezas Lager, aburridamente similares desde Argentina a Japón, desde Tailandia y Canadá, hacia la biodiversidad que hoy nos ofrecen las cerveceras artesanales, es -igual que lo será la primera expedición humana al planeta Marte- un viaje sin retorno, no hay camino de vuelta. Fue ese primer trago el detonante que me llevó a abrirme a un mundo que continuamente me sigue sorprendiendo, donde cada día es posible aprender algo nuevo de los estilos cerveceros más diversos gracias a la inmensa creatividad de los maestros cerveceros combinada con toneladas de ciencia y “savoir faire” que trasladan a sus recetas. Así que, ahora ha llegado el momento de abrirme una rica y aromática cerveza lupulada y pinchar unos temas de los Pixies a todo volumen para que sus letras marcianas y su ritmo incandescente se enreden en mis neuronas con la experiencia sensorial de los adictivos alfa-ácidos que esconde el corazón de la flor femenina del lúpulo.